Hay para mí una premisa que es una imprescindible guía para la vida: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti”. Pero hay otra tan importante como ésta y que suelo tener menos presente: “No te hagas a ti lo que no le harías a los demás”
En muchas ocasiones somos más
exigentes, más inflexibles y más críticos con nosotros mismos de lo que nunca
seríamos con otras personas, y a menudo se nos pasa desapercibido este
maltrato, ya que aparece disfrazado de excelencia,
eficacia, responsabilidad, celo, o lealtad.
Cuando nos exigimos a nosotros
mismos más de los que exigiríamos a los demás, reprochándonos las faltas, señalando
los errores hasta la crueldad, o agraviándonos
en comparaciones con los que son mejores que nosotros, no conseguimos ser más
eficaces sino menos. Hundidos en la miseria siempre seremos menos brillantes.
Tampoco estamos siendo más
responsables, sino por el contrario, más irresponsables con nuestra integridad
como personas y con nuestro bienestar. Y mucho menos estamos siendo leales a nuestros
ideales, porque siendo desleales con nosotros mismos nos alejamos de nuestros verdaderos
propósitos.
Tratarnos con cariño tras los errores
nos permite volver a intentarlo sin miedo, tener la mente lo suficientemente
clara como sacar aprendizajes, y poner
en marcha todas nuestras habilidades para hacerlo mejor.
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